America

Un desastre climático en cámara lenta: la propagación de tierras estériles

CARNAÚBA DOS DANTAS, Brasil — La tierra ha mantenido a la familia Dantas desde hace más de 150 años, con cultivos de algodón, tallos de frijol que alcanzan la altura de la cadera de un hombre adulto y, cuando llovía lo suficiente, un río que desembocaba en una cascada.

Sin embargo, hace poco, con temperaturas de casi 38 grados Celsius, el río se había secado, los cultivos no crecían y las 30 cabezas de ganado que le quedaban a la familia consumían rápidamente la última poza de agua.

“Dentro de 15 años, aquí no vivirá ni un alma”, especuló Inácio Batista Dantas, de 80 años, mientras se mecía en una hamaca deshilachada. “Les digo a mis nietos que las cosas se van a poner muy difíciles”.

Su nieta, Hellena, de 16 años, escuchó su comentario y lo rechazó. Ella creció aquí. “Yo planeo trabajar esta tierra”, aseguró.

Los científicos concuerdan con su abuelo. Gran parte del extenso noreste de Brasil, en esencia, se está convirtiendo en un desierto, como parte de un proceso llamado desertificación que está empeorando en todo el planeta.

El cambio climático tiene parte de la responsabilidad. Pero los residentes locales, para sobrevivir ante realidades económicas adversas, también han tomado decisiones a corto plazo —como talar árboles para la ganadería y extraer barro del subsuelo para la industria azulejera de la región— que han acarreado consecuencias a largo plazo.

Inácio Batista Dantas, de 80 años, y su nieta de 16 años, Hellena. Durante una difícil temporada de sequía en 2010, Dantas dijo que su familia decidió vender la arcilla de un antiguo yacimiento a una empresa que fabrica tejas de barro para poder alimentarse y alimentar a su ganado.

La desertificación es un desastre natural que se desarrolla en cámara lenta en diversas zonas donde residen alrededor de 500 millones de personas, desde el norte de China y el norte de África hasta regiones lejanas de Rusia y el suroeste de Estados Unidos.

Por lo general, el proceso no crea dunas de arena onduladas que evocan el Sahara. Más bien lo que sucede es que las temperaturas más elevadas y una menor precipitación se combinan con la deforestación y el exceso de labranza dejando la tierra seca, sin vida y casi desprovista de nutrientes, sin posibilidad de hacer crecer cultivos o siquiera la hierba que alimenta al ganado.

Esto la ha convertido en una de las mayores amenazas para la capacidad de la civilización de alimentarse.

“Hay un enorme conjunto de pruebas que indican que la desertificación ya afecta la producción de alimentos y socava el rendimiento de las cosechas”, advirtió Alisher Mirzabaev, economista agrario de la Universidad de Bonn en Alemania, que ayudó a redactar un informe de Naciones Unidas en 2019 sobre el tema. “Además, con el cambio climático, la situación va a empeorar”.

Una casa abandonada al lado de la carretera en la región del Seridó. Muchas personas han abandonado la zona debido a las recurrentes sequías.

La zona noreste de Brasil, las tierras áridas con mayor densidad poblacional del mundo, con alrededor de 53 millones de habitantes, es de las más expuestas al riesgo. La región es conocida por sus sequías y su pobreza, por lo que ha inspirado novelas sobre trabajadores de campo destituidos que son obligados a abandonar sus tierras, así como un género musical, el baião, en el que las letras acompañadas de un acordeón cuentan historias sobre lo difícil que es la vida en este lugar.

Sin embargo, la situación está empeorando. La región ya vivió la sequía más larga de su historia desde 2012 hasta 2017, y este año, otra más desecó gran parte de Brasil.

En agosto, el informe más reciente de Naciones Unidas sobre el cambio climático reveló que el noreste de Brasil enfrenta temperaturas cada vez más elevadas, una disminución marcada de aguas subterráneas, y sequías más frecuentes e intensas. Imágenes satelitales y pruebas de campo muestran que el 13 por ciento de la tierra ya perdió su fertilidad, mientras que casi todo el resto de la región está en riesgo.

Osamentas de ganado en una granja lechera de la región del Seridó

“Estamos llegando a un punto crítico, un punto sin retorno”, sentenció Humberto Barbosa, uno de los principales expertos en desertificación que ha estudiado el noreste brasileño durante años.

El presidente Jair Bolsonaro no ha tomado ninguna medida significativa para revertir este proceso. En cambio, ha anulado las regulaciones ambientales, al tiempo que ha empoderado a los mineros y ganaderos, y dirigido un fuerte aumento de la deforestación en el país. Eso contribuye a alimentar los ciclos del clima extremo. Datos gubernamentales publicados el mes pasado develaron que la deforestación de la Amazonía está en su peor nivel desde otro momento crítico hace 15 años.

La deforestación creciente en Brasil ha alarmado a funcionarios de todo el mundo debido a que amenaza la capacidad del bosque tropical de la Amazonía de absorber el carbono de la atmósfera. No obstante, también es una de las principales causas de la desertificación, puesto que extrae la humedad del aire y le quita sombra al suelo.

En la región de Seridó, una colección de pueblos polvorientos, granjas familiares y fábricas industriales, el ejemplo más claro del propio impacto de los residentes en la tierra es el ascenso de la industria cerámica.

A principios de la década de 1980, los empresarios locales vieron una oportunidad en las sequías frecuentes. Cuando los depósitos y los ríos se evaporaban, exponían el barro rico en nutrientes que yacía en el fondo, ideal para fabricar las tejas de arcilla roja que son tan populares en gran parte del país.

Esos empresarios comenzaron a pagarles a los terratenientes por su barro, y en unos cuantos años, decenas de plantas de cerámica ya daban empleo a cientos de personas. Parelhas, con una población de 21.000 personas, construyó un arco de metal que se elevaba sobre la avenida principal del pueblo para anunciar que era la “Capital de la teja”.

Miles de tejas se secan en la fábrica de Adelson Olivera da Costa en Parelhas, Brasil. Después de mezclar agua y arcilla para crear tejas, las apilan para que se sequen al sol.

Adelson Olivera da Costa fue un pionero de la industria, pues comenzó como gerente en una de las primeras fábricas de Parelhas en 1980, para luego comprarla una década más tarde. Hace poco, en su pequeña planta, unas decenas de trabajadores ponían a secar miles de tejas bajo el sol del mediodía.

“Para nosotros, la sequía es algo bueno”, dijo Da Costa en su apretada oficina. Comentó que contaba con 30 empleados y que las plantas aledañas administradas por su hijo y su hija empleaban decenas más.

Para una zona que desde hace mucho había dependido de las cosechas y el ganado, la cerámica fue un empujón económico. Pero con el tiempo, las consecuencias se hicieron evidentes. Las fábricas elaboran las tejas con una mezcla de agua con barro, y luego queman el resultado en un horno de leña. Todos esos ingredientes —agua, leña y barro— son escasos en esta región.

La fábrica de Da Costa, una de las más pequeñas del área, usa más de 9400 litros de agua a la semana, tomados de un pozo cercano. “No tenemos certeza, pero pensamos que jamás se agotará”, comentó sobre el agua.

Sin embargo, estudios recientes estiman que el agua subterránea de la región está menguando.

El horno de la fábrica funciona toda la noche, de lunes a viernes. Un día entre semana, poco antes de las 5:00 a. m. , dos hombres sacaban ramas y troncos de grandes pilas y los metían en seis chimeneas que calentaban un horno del tamaño de una casa. La operación consume entre 60 y 75 metros cúbicos de madera a la semana, lo que equivale a llenar cinco volquetas grandes.

Dos hombres meten leña en el horno de la fábrica casi sin parar desde la medianoche hasta las 8:00 a. m., cinco días a la semana.

Luego está el ingrediente principal de las tejas: el barro. Hace años, Da Costa dijo que compraba el barro de los lechos secos de lagos ubicados a unos cuantos kilómetros de su planta. Ahora que se han agotado, transporta el barro de áreas que están a horas de distancia.

Aldrin Perez, científico del gobierno brasileño que monitorea la desertificación, explicó que un centímetro de suelo tarda 300 años en depositarse, mientras que las empresas cerámicas toman de 91 a 152 centímetros de suelo cada vez que extraen el barro. “En cuestión de segundos, destruyen metros de profundidad que se formaron a lo largo de millones de años”, sostuvo.

Los obreros de la fábrica de Da Costa cobran entre 190 y 320 dólares al mes, según un cartel que hay fuera de su oficina.

Eso puede tener un efecto devastador. El suelo y el barro que extraen son cruciales para mantener el equilibrio adecuado de nutrientes y humedad en las tierras circundantes.

“Acaba con la vida de la zona”, afirmó Damião Santos Ferreira, gerente de la fábrica de Da Costa para explicar por qué algunas personas dudaban en vender su barro. “Nunca vuelve a ser igual”.

La fábrica paga a los propietarios unos diez dólares por 30 toneladas de arcilla, dijo.

A estas alturas, la mayoría de los propietarios conocen las consecuencias. Sin embargo, muchos siguen desesperados por vender. Uno de ellos fue Dantas.

En 2010, durante otra difícil temporada de sequía, Dantas relató que su familia se quedó sin dinero. Para lograr alimentarse, y mantener a su ganado, decidieron sacar provecho del barro.

“Todos estuvieron de acuerdo”, narró Dantas.

“Fue necesario”, agregó su hijo, Paulo.

Paulo Dantas quema las agujas de los cactus para alimentar al ganado en la finca familiar.

El barro provenía de un depósito que construyó el bisabuelo de Dantas en el siglo XIX para suministrar agua a su terreno de 204 hectáreas. Cuando se evaporaba cada temporada seca, la familia plantaba frijol, maíz y algodón en el lecho fértil que dejaba. Era una de sus parcelas de tierra más productivas.

No obstante, en 2010, en vez de plantar, la familia observó a cuatro hombres con palas excavar y llevarse la tierra. Tardaron tres meses. Les pagaron unos 3500 dólares por el barro.

El dinero ayudó a la familia a sobrevivir durante los años de sequía que siguieron. Pero la tierra alrededor del depósito quedó casi estéril. Paulo Dantas plantó maíz, frijoles y sandías varios años después, pero los productos eran tan escasos que se los daban de comer al ganado.

El año pasado, hubo mucha más lluvia de lo normal. El depósito acumuló unos 1,8 metros de agua. Hellena, la nieta de Dantas, nadó en él. Cuando se secó, la familia plantó semillas. La hierba para el ganado creció, pero el frijol y el maíz se marchitaron.

“De verdad me arrepiento”, admitió Dantas sobre la venta del barro. “Sabía que no era bueno, pero los niños lo necesitaban”.

De pie en el dique del depósito, contempló la tierra árida mientras el sol se ocultaba. “No tuve otra opción”, concluyó.

Dantas pertenece a la cuarta generación de su familia que vive en este terreno de 303 hectáreas, una parcela del tamaño de Mónaco. No está seguro de que sus nietos puedan quedarse

Jack Nicas escribe sobre tecnología desde San Francisco. Antes de integrarse al Times pasó siete años en The Wall Street Journal, donde cubría tecnología, aviación y noticias nacionales. @jacknicas • Facebook


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